domingo, 10 de noviembre de 2013

Estoy cansada de sentirme mal si no soy la mejor en todo. Cansada de no ser lo que los demás quieren que sea, de decepcionar a todo el mundo. Quiero volar, quiero olvidar, quiero vivir. Quiero crear. Sí, quiero ser creativa, pero ni un segundo tengo para pensar, para desarrollar lo que se me ocurre. Antes las cosas eran más fáciles y todos tenían tiempo para todo. Ahora les gusta hacer de tu vida un barullo de dificultades. Siempre hay que hacer cosas, mientras tú lo único que quieres es esconderte bajo el edredón y desaparecer por un momento. Dormir. ¡Dormir! ¡Cuánto tiempo no habré perdido durmiendo! ¿Tengo que padecer insomnio para poder hacer todo lo que me piden? Lo que me piden y también lo que quiero hacer. Porque tengo vida, por si no se han dado cuenta. Cuántas veces no me han dado ganas de mandarlo todo a la mierda. Sería tan fácil... Las cosas van mal. Todo va mal. Y a mi ya me da igual si van bien o no. Resisto, resisto y resisto. Como una roca. Como tendría que ser. Como no quiero ser.
No soy la mejor, no voy a tratar de serlo porque no voy a serlo. Y ya está. Punto, joder. Lo hago, sigo adelante y ya está. No será fácil. Pero de tanto que me lo han repetido, al final me he aprendido cuáles son las cosas a las que hay que darle más importancia y cuáles no. Lo conseguiré y llegaré a algo mejor. Algo que me merezca. Algo que de verdad me guste. Y haré lo que quiera. Independientemente de si me hace daño, de si no es correcto ante la sociedad, de quién lo vea bien o mal. Si ya me da igual, más igual me dará en ese momento. A veces la mente necesita cosas que el cuerpo rechaza.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Así, tan fácil, tan rápido. Como cuando te cuentan un cuento para dormir y antes de que acabe te quedas dormido. Como un amor de verano. Así es como pasa, como el agua del río que baja por las montañas. Tan fría, tan dulce. Como un veneno. Como un relámpago. Cuando no nos damos cuenta de a quién tenemos a nuestro lado, es cuando más rápido perdemos a esas personas. O al menos así de rápido te parece. Parece que nunca acabará, pero lo hará. Y dolerá. Tanto como si te clavaran una daga en el corazón, pero no murieras al instante, sino lentamente, sufriendo cada segundo como un minuto y cada minuto como una hora. Hasta que acaba. Y mueres. No creas que mueres y ya está, no. Vuelves a nacer, siendo otra persona, pero en el mismo cuerpo. Y cambias. No porque quieras: porque tienes que hacerlo. Porque sale solo. Porque aceptar que has muerto requiere cierto cambio que tú no controlas. Pero tienes que alegrarte de estar vivo, de estar aquí. Evitando pensar en lo mucho que extrañas a esa persona que ya no quiere decir nada más, que se ha callado o le han callado. Cierras los ojos y pides a Dios que la traiga de vuelta. Que vuelva. Pero sabes que no. Ya no tiene fuerzas para volver. Hay que dejarla marchar.

domingo, 16 de junio de 2013

Warrior.

Era verano. La hierba crecía alta y la suave y cálida brisa hacía del pueblo un lugar más agradable. La gente estaba tranquila, aunque en invierno, aquel lugar resultaba frío e inhóspito, un pueblo fantasma. Estaba situado en un valle, donde los campesinos que lo habitaban cultivaban sus tierras pero, más arriba, se encontraba un espeso bosque muy sombrío siempre, que nadie solía cruzar, pues después ya no había nada más que frío seco hasta la cima, en donde había nieve en cualquier época del año. En el límite del bosque y el pueblo, había un viejo campanario. Era una torre alta y antigua, que estaba ahí desde mucho antes de que yo, mis padres o mis abuelos nacieran. La iglesia a la que pertenecía el campanario había caído hacía tiempo, pero sin embargo, el campanario seguía en pie. En lo alto de la torre había una pequeña ventana muy oscura. En aquella habitación, según la leyenda, vivía desde hacía más de mil años una bruja. Una bruja bellísima, no como las brujas de los cuentos. Ella podía vivir eternamente pero, su juventud no permanecía para siempre. Cada 29 de Febrero, bajaba de su torre y raptaba a una niña. Utilizaba su sangre para hacer el conjuro y mantenerse joven, según contaban los más viejos. Los cuerpos de las niñas nunca eran encontrados. La gente del pueblo vivía asustada, pero no se atrevía a hacer nada, tan sólo velaban por que su hija no fuera elegida. Si ocurría, se limitaban a llorarla. Y, a pesar del miedo y la tristeza que invadía los hogares, poca gente decidía marcharse de allí. Algo les ataba. Eran sus casas, sus tierras, ¿cómo iban a abandonarlo todo? 
El día en el que fui elegida, tenía 13 años. Y no era 29 de Febrero.
Aquel día me encontraba trabajando en la huerta de mi familia, justo al lado, empezaba el bosque, que siempre me había fascinado. A veces, me escapaba y me adentraba en él. Nunca iba sola, siempre me acompañaba mi vecino Sam, aunque él era un miedica y de haber ocurrido algo, habría sido yo quien le protegiera. Esa tarde, mis padres habían salido a comprar semillas y algo de ganado al mercado del pueblo vecino. Escuché un ruido y una sombra se movió entre los árboles. Nunca me había gustado trabajar sola porque solía sentir unos ojos que se clavaban en mi nuca y me ponían muy incómoda. Aquella tarde, se me ocurrió la estúpida idea de entrar en el bosque para echar un vistazo. "Sólo unos pasos", decía para mis adentros. Entre los arbustos no había nada, pero volví a escuchar un ruido a unos pocos metros de mí. Seguí hacia adelante y, sin darme cuenta, ya había dejado de ver la huerta. Eché una mirada alrededor, dispuesta a volver cuando de pronto un gato negro de ojos amarillos, grandes y profundos se acercó a mí. Suspiré aliviada. ¡Era sólo un gato! Me agaché para acariciarle, pero él estaba inquieto y parecía querer irse. Me dio un escalofrío, me levanté y me dispuse a volver. Ya estaba comenzando a atardecer, el cielo se estaba poniendo rojo y sabía que si me alejaba más, me perdería. Volví a escuchar un ruido muy cerca, a mis espaldas. Me di la vuelta, y en cuanto lo hice, una mano me tapó la boca y me apretó mucho en el cuello hasta que perdí el conocimiento.
Cuando desperté, no sabía dónde estaba. Pude ver que era una habitación con una pequeña ventana, pero ya era de noche y estaba todo muy oscuro. No había puerta, tan sólo una trampilla, cerca de mí. La habitación estaba iluminada con unas velas que le daban un aspecto de lo más tétrico, pues aún así, seguía sin poder verse muy bien. En seguida mis ojos comenzaron a acostumbrarse a la poca luz y me di cuenta de que había una mujer de espaldas a mí revolviendo algunos cajones, buscando algo.
Una sensación de pánico me recorrió el cuerpo, quise escapar, pero estaba atada a una silla, clavada a la pared de piedra y al suelo. Traté de gritar, pero tenía la boca tapada con un trapo. Forcejeé todo lo que pude y entonces fue cuando la mujer me escuchó y dio media vuelta, con una sonrisa en la cara.
-Por fin has despertado -dijo.
Estaba aterrorizada, no había visto a aquella señora en mi vida. Tenía el pelo oscuro, recogido en un moño, en el que llevaba colocado un velo bastante tupido, que no dejaba vérsele la cara. Sus ropas eran harapientas y sucias, andaba agachada y usaba bastón.
-¿No te gusta este sitio? -me preguntó. Negué con la cabeza, llorando.
-Que pena... A mí me gusta la tranquilidad que hay aquí. Y lo mejor es que puedes ver y oír lo que pasa ahí abajo, pero nadie sabe lo que ocurre aquí arriba.
Entonces caí en la cuenta de que estábamos en el campanario y traté de pensar en la manera de escapar. Ella se quedó varios segundos en silencio, mirándome de arriba abajo.
-Te he estado observando desde hace años, -volvió a registrar algunos cajones- ibas a ser la próxima. En Febrero, cuando ya hubieras cumplido 14, pero no pude esperar más. Como puedes ver, cuanto más tiempo pasa, más rápido envejezco. Con la última me quedé con poco más de veinte años y ahora, tan sólo cuatro años después, ya aparento más de ochenta.
Me quedé quieta, casi sin respirar, la miraba fijamente, con un dolor en el pecho que me hacía querer gritar y salir de allí cuanto antes, aunque fuera tirándome por la ventana, no quería saber lo que me haría aquella mujer.
-¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? Tranquila, no te dolerá, te desmayarás en cuanto veas la sangre -rió.
Sacó un cuchillo de uno de los cajones.
-¡Aquí está, por fin! Pensé que lo había perdido. -lo empuñó con fuerza- ¿Empezamos?
Traté de gritar lo más alto que pude y ella soltó de nuevo una carcajada mientras preparaba unos cuencos de madera sobre la misma mesa.
Entonces fue cuando me di cuenta de que la silla tenía una tacha salida y traté de cortar las cuerdas con ella, no lo conseguí del todo, pero lo suficiente como para poder soltarlas un poco y sacar las manos.
Entonces, ella se me acercó con el cuchillo en la mano y me agarró con fuerza el cuello.
Su cara y mi cara estaban ahora muy cerca, y pude ver que tenía muchísimas arrugas y los ojos muy claros, azules, casi grises, profundos, pero muy tristes en el fondo, aunque lo más que reflejaban era demencia. Parecía que había sido muy bella hacía ya muchos años, pero el tiempo y los asesinatos que había llevado a cabo, la habían hecho fea por dentro y por fuera.
No sé de dónde saqué la fuerza y el coraje para escapar de sus manos, pero le di un cabezazo que la dejó aturdida, me soltó el cuello y le asesté un puñetazo en la barriga.
-¡Niñata estúpida! -gritó, apoyándose en su bastón, tosiendo desproporcionadamente hasta que escupió sangre.
Yo ya tenía las manos libres, estaba agachada soltándome los nudos de las cuerdas de mis pies y ya me había quitado el trapo que me tapaba la boca. Conseguí desatarme un pie, pero ella se acercó rápidamente con la intención de clavarme el cuchillo. Yo le di una patada con el pie que tenía libre a la mano que sostenía el cuchillo, las dos lo seguimos con la mirada hasta que cayó cerca de la ventana. Ella se dio media vuelta y yo conseguí desatarme el otro pie, pero en cuanto me dispuse a levantarme, ella ya estaba sobre mí y me amenazaba con el cuchillo en el cuello.
-¿Qué crees que estás haciendo? -dijo con una respiración muy fuerte- No vas a escapar de aquí jamás.
Me clavó la punta del cuchillo en el cuello y yo grité con todas mis fuerzas. Ella estaba sentada sobre mi regazo, para evitar que moviera las piernas y tenía mis dos manos agarradas con fuerza con tan sólo una de las suyas, que eran sorprendentemente grandes. Creí que iba a morir, pero conseguí soltarme y la agarré del pelo, tirando de ella hacia atrás. Ella me soltó completamente y le quité el cuchillo, temblorosa. Tenía mucho miedo, pero le di una patada en el pecho sin escrúpulos. Ella dio varios pasos hacia atrás en dirección a la ventana, tropezó y cayó. Yo solté el cuchillo y corrí a mirar, pero ya estaba en el suelo. Bajé por la trampilla, que daba a unas escaleras de caracol muy largas y estrechas hasta una puerta, la abrí: era otra habitación con unas escaleras de madera y otra trampilla, esta vez en el techo, que daba al exterior. Era por eso, que nadie había encontrado nunca una entrada a la torre.
Ya era muy tarde y las luces de todas las casas estaban apagadas. Salí corriendo a la mía. Era la única que tenía las luces encendidas, abrí la puerta y me encerré dentro. Mis padres estaban sentados en la mesa, les vi y les abracé con todas mis fuerzas, llorando. Mi padre despertó a todos los vecinos, que fueron hacia el campanario y encontraron la trampilla, pero la anciana había desaparecido. La abrieron y entraron en la torre, pero no había nadie. Días después, encontraron su cuerpo en el bosque.

Nunca más volvieron a desaparecer niñas en aquel pueblo.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Tiempo de frío.

-¿Por qué estás tan triste? -preguntó- Ya no sonríes.
Ella tanteó unos segundos la respuesta.
-Yo no estoy triste -dijo, forzando una sonrisa.
Quería gritarle al mundo que por qué las cosas pasan así, de repente, que por qué primero no viene alguien y te avisa de lo que está por venir. Porque así, le habría ahorrado muchas noches llorando sobre la almohada, porque la presión puede con ella. La golpea, la tumba, la arrastra. Y ella se deja, pues ya no tiene tiempo ni para luchar por sí misma.

jueves, 14 de marzo de 2013

Confusión

Al día siguiente, Marta fue a hacer la compra al supermercado, como siempre le tocaba ir los miércoles. Hacía mucho frío, viento y encima, llovía, es más, se había hecho ya de noche, a pesar de que sólo fueran las 6 y media de la tarde. Así que se puso su enorme abrigo, cogió el paraguas y la bufanda y salió a la calle. No quería hacerlo, porque en realidad no faltaba nada imprescindible, pero Héctor necesitaba sus cervezas, no podía vivir sin ellas, había dicho. Hasta le había gritado por no haberlas comprado antes y se había encerrado en la habitación. Cuando en realidad, llevaban varios días en alerta y se aconsejaba que no salieran a la calle más que para algo muy necesario. Al salir, un viento frío, congelado, le golpeó la cara y algunas chispas de lluvia le mojaron el pelo, estaba a punto de caer una buena. En la calle no había nadie, pero no le pareció raro, ¿quién iba a salir en aquellas circunstancias? Caminaba rápido, tenía un poco de miedo... Son los días así, en los que no hay nadie en la calle cuando te pueden pasar cosas indeseables. ¿Y si había alguien esperándola en vete a saber qué esquina y la secuestraba? «Deja de pensar esas cosas, Marta, no te va a pasar nada». A mitad del camino, comenzó a llover muy fuerte y estaba mojándose de arriba abajo, a pesar de que llevaba paraguas, de cintura para abajo estaba empapada, el viento hacía que la lluvia se le metiera hasta en las orejas. De pronto, una ráfaga de viento se intentó llevar su paraguas, Marta lo agarró con fuerza, pero acabó escapándose y, como vio que estaba cerca de un puente, prefirió correr a resguardarse bajo él (el paraguas no merecía la pena) y esperar a que escampara un poco, si no lo hacía, volvería a casa aunque no tuviera las malditas cervezas. Estaba tiritando de frío y, además, aquel puente la inquietaba... Era muy siniestro, tenía goteras por todas partes y había muchísimos charcos. Era uno de esos puentes antiguos, de piedra. Una piedra oscura, pero brillante, porque estaba mojada y la luz tenue de las lejanas farolas se reflejaba en ella. Las paredes estaban llenas de mugre, hacía años que nadie limpiaba aquello. Había basura en todos los rincones y muchos papeles que de vez en cuando, el viento entraba y los levantaba, haciendo un ruido que la asustó un par de veces y le puso la piel de gallina. Marta no recordaba haber visto ese puente antes. Es más, al estar pensando en cosas sin sentido, no sabía cómo demonios había acabado llegando allí. Una sensación de miedo de no poder volver a casa, se apoderó de ella, y el pánico comenzó a nublarle la vista. O... Un momento, ¿eso es niebla? La lluvia había comenzado a cesar, pero el viento ahora soplaba más fuerte y parecía que había traído consigo una niebla espantosa que no la dejaba ver más allá de su mano. No sabía si salir de ahí o quedarse un poco más. Si salía y descubría que estaba perdida, no sabría cómo volver a casa y quizás, ni siquiera sabría cómo volver al puente. «Este viento tan fuerte se llevará la niebla tan rápido como la ha traído, espero», pensaba. Al cabo de unos minutos, vio una silueta que se acercaba corriendo hacia ella. Parecía la de un hombre, por su complexión, vestido de negro y sujetándose un sombrero, también de color oscuro, que le tapaba la cara. Marta no sabía si salir corriendo de ahí o confiar en que aquel hombre no fuera algún loco de esos que violan a las mujeres. Quería irse, huir como si no hubiera mañana, pero algo o alguien, le paró las piernas. No obedecían a sus órdenes, se puso nerviosa, qué digo, se le dispararon los nervios. «¡Maldita sea! ¿Qué me está pasando?» Cuando vio que el hombre estaba a punto de entrar bajo el puente, intentó aparentar que estaba calmada y que no le asustaba, pero seguía sin poder mover las piernas. Aquel hombre llegó hasta donde estaba ella, se quitó el sombrero y le sacudió el agua. Parecía un hombre afable, algo mayor, pero no demasiado, sobre los 60 años, con muchas arrugas y cara de preocupación. Su cabello era blanco, aunque aún le quedaba un tono gris y llevaba puesta una sotana. Él la miró, tenía los ojos grises, cansados, pero muy profundos. Parecía que podía ver dentro de ella. En ese momento, sus pensamientos comenzaron a aturdirla. Como si se hubiera metido dentro de su cabeza, con aquella mirada, como si pudiera ver sus recuerdos, sus experiencias e incluso lo que estaba pensando en aquel momento. Se volvió a poner el sombrero y ahora parecía que la examinaba, estuvo unos 15 segundos mirándola sin parpadear. Daba la impresión de que la conocía de algo. Era como si estuviera decidiéndose a hablarle o...
-Tu hijo... -susurró.
-¿Qué? -las piernas de Marta volvían a estar en una tensión incontrolada, como si fueran sujetas por una fuerza sobrenatural.
-El hijo que llevas. No es suyo.
-Disculpe, pero no entiendo lo que... -Marta tenía los ojos abiertos como platos. ¿Cómo sabía aquel hombre que ella estaba embarazada?
-Ese niño... No debes tenerlo. No es hijo de Héctor. -Lo decía muy serio, hasta estuvo a punto de creérselo. Con aquellos ojos... ¿Quién no le creería? Dejó de mirarla a ella, para mirar más allá, como si hubiera visto a alguien a su espalda y a esa persona, le asintió. Marta se dio la vuelta, pero allí no había nadie más que ellos dos. No sabía qué hacer, estaba paralizada y no sólo físicamente.
-¿Qu-Quien... Quién demonios es usted? -gritó.
-Escúchame, no tengo mucho tiempo. El hijo que llevas en tu vientre, es el próximo Anticristo. Debes abortar, debes matar a ese niño o él te matará a ti. Y si no lo hace él, lo hará Dios antes de que nazca y te matará a ti con él. No es tu hijo, ni es el de Héctor, es el hijo del Diablo, venido del infierno para destruir todo cuanto pueda. Créeme, porque si confías en mí y tienes fe en Dios, harás lo que te digo y seguirás tu vida normal. Si no lo haces, se torcerá hasta la muerte. Y no sólo morirás tú, morirá Héctor y cualquier persona que le cuide y no sea controlada por Satán. Estáis en medio de una guerra, una guerra que está por encima de todos vosotros, no hagáis que esto crezca aún más, podéis pararlo.
Rápidamente, se puso el sombrero y se fue. La fuerza que sujetaba sus piernas desapareció también. Ya había dejado de llover y la niebla comenzaba a irse, pero el cielo aún era oscuro y estaba lleno de nubes que albergaban una probable lluvia.

sábado, 9 de marzo de 2013

Amiga.

Porque tienes razón, es lo mismo de siempre. Siempre. Porque nosotras llevamos siendo amigas mucho tiempo. Y yo soportaba tus malos días, en los que tratabas a los demás como te daba la gana, sin importar sus sentimientos. Soportaba tus paranoias. Soportaba tus penas y te cedía mi hombro si necesitabas llorar, y te cedía mis brazos sin necesitabas calor. Porque te quería y eras una de esas personas que son como tu familia. Como una hermana. Que por muchas putadas que te haga, vas a seguir queriéndola igual. Pero es que... Empezaste a cambiar. No ahora, no hace una semana, no hace un mes. Hace más de un año. No se cambia de un día para otro, por eso no me di cuenta. Pero fue decisión tuya cambiar. Antes no eras así. Eras una chica modesta, humilde, simpática, amable, tierna, inteligente, curiosa, interesante... Eras de esas personas que te caen genial cuando las conoces bien. Pero eras un poco antisocial. No porque tú quisieras, si no porque las circunstancias te habían llevado a ser así. Eras muy buena, ¿sabes? Pero ahora, en lugar de ser interesante, eres una interesada, eres egocéntrica, hipócrita, celosa, entrometida... Y bueno, seguirás siendo simpática, pero sólo con quien te interesa. Así pues, empezaste a cambiar. Y creo que fue porque comenzaste a tener más amigos y dejaste de valorarme como lo hacías cuando sólo estaba yo. En una persona normal, eso no habría influido. No digo que sólo debas tener un amigo, digo que si alguien lo da todo por ti, lo mínimo que puedes hacer es darle las gracias y a ser posible, devolvérselo. Al principio nos iba bien. Pero comenzamos a tener peleas. La primera duró meses, cuyas causas ni si quiera recuerdo. Luego, nos reconciliamos como si no hubiera pasado nada. Aquello me recordó al colegio. Cuando el viernes te enfadabas con tu amiga a muerte por una tontería y te prometías a ti misma no volver a dirigirle la palabra y el lunes volvías a ser su amiga de siempre. Yo creía que se había a acabado, pero a partir de ahí, hubieron problemas uno detrás de otro. Cada poco tiempo, te enfadabas conmigo por una cosa diferente. Y yo soportaba eso porque eras mi amiga. Me habías dado mucho y los buenos momentos superaban en número y calidad a los malos.
Ahora me doy cuenta de cómo eres: No aprecias las cosas buenas de la vida. Buscas... Una especie de constante éxtasis. O un éxtasis infinito. Quiero decir... Por ejemplo: Piensa en esa sensación de conocer gente nueva y que te caigan genial, estar siempre riéndote y echarles de menos pocas horas después de que se vayan. ¡Esa es una de las mejores sensaciones! Pero con el paso del tiempo, ni tú ni yo sentíamos eso. Y es normal. Porque lo mejor de la vida son los momentos en los que eres feliz. Tú y yo teníamos pocos, pero inolvidables. Ya no te acordabas de ellos y sigues sin acordarte. Pero piensa: Si fueras siempre siempre feliz, ya no serías feliz. Porque buscarías más. El ser humano es insaciable.
Es como el verano, si estuviéramos siempre en verano, sería aburrido. Porque ya no lo valoras. Pero después empiezan las clases y lo echas de menos.
Para ti aún no han empezado las clases, porque estás de vacaciones en vacaciones. Pero algún día te toparás con el trabajo y echarás de menos el verano. El problema es que si esperas mucho, es posible que desaparezca.

Hay mujeres

Hay mujeres que me gustan para quererlas 
otras me gustan para follar 
y viajar a París por unas horas entre sus piernas 
otras me gustan para hablar de sentimientos o de ropa 
otras para verlas reír 
otras para abrazarlas 
otras para que me escuchen 
otras para contarnos cosas grandes.
Pero tú, amor, 
tú me gustas para todo.

- Marwan

sábado, 26 de enero de 2013

Magia.

La Tierra Gira, las estrellas brillan. Humedad en el aire: lloverá. Como banda sonora, tu respiración, entrelazada con el sonido de las olas que rompen tímidas sobre la arena. Echada sobre tu pecho, hasta puedo sentir los latidos de tu corazón. Y tú miras al aire mientras piensas en vete a saber qué. Yo acaricio tu piel, tu cuello. Recorro cada trozo sin dejarme nada, es suave, cálida. Subo un poco y me acerco a tu oreja, la toco con la yema de los dedos de arriba abajo. Y paso a tu pelo. Que al separarlo del resto se escurre entre mis manos, como el tiempo cuando estamos juntos. Comienzan a mezclarse las palabras en mi cabeza. Quiero hablar, quiero decirte algo. Y tú, ausente, aún miras las nubes en el cielo azul oscuro de la noche, ajeno a mis confusos pensamientos. Sigo acariciando tu piel, embobada, observando tu maravilloso cuello, que tantas ganas tengo de besar y morder, para erizar la piel de tus brazos y recordarte que estoy aquí, que puedes abrazarme fuerte si te apetece, que puedes besarme en la boca. Pero me mantengo al margen, por si puedes leerme el pensamiento. Te miro y te das cuenta, me miras. Y por un segundo creo que más feliz no puedo ser. De tenerte a mi lado, de sentir tu calor y tu cariño. Dos palabras se crean en tu interior, se perfeccionan en tu lengua y flotan entre tus labios hasta llegar a mis oídos. ¿Hace falta que aclare cuáles son? Te quiero. Sonrío y trato de mirarte con otros ojos, que intentan ver dentro de ti. Para averiguar si es verdad, para saber qué es lo que sientes. No sé qué vi, pero pude irme tranquila. Me río. Te amo, tonto, estoy enamorada de ti. Tan fácil es escribirlo y tanto me cuesta decirlo. Eso es lo que antes tenía en la cabeza, esas son las palabras que me confundieron. ¿Y qué hago? ¿Es el momento? No puedo, no puedo soltarlo así como así. Siento que me empiezo a enrojecer y él me está mirando. Aún estoy sonriendo, escondo mi cara entre sus brazos, ocultándola de sus ojos. Te das cuenta de que algo rondaba mi cabeza. Quieres que te lo cuente, pero yo aún no puedo. Me haces cosquillas intentando que ceda, pero yo desvío la atención a otro tema de conversación y lo consigo, aunque sabes que lo he hecho apropósito, me dejas. Sé que incluso ahora mismo esa duda ronda tu cabeza, quieres saberlo. Pero hay que darle tiempo al tiempo. Ya conoces mis miedos. Quizá si te lo digo te vayas. Si te lo digo habrá acabado la magia. La magia de esperar a que pase algo más en nuestro interior. De ser más. Habremos llegado al momento más alto de la relación y quizás... Quizás te vayas como todos los demás. Por favor, quédate. Quédate siempre.

viernes, 11 de enero de 2013

Miseria.

Duermen en la calle, no tienen dinero, sobreviven con las monedas que algunos les dan. Y así, ellos se quedan con la conciencia más tranquila, porque han ayudado a alguien pobre. Pero el dinero no dura en sus manos, no es eterno, ojalá lo fuera. En cambio, cuando se trata de darle un hogar, comida, atención médica, a lo que en cuatro papeles está escrito que tiene derecho, nadie se preocupa. Todos decimos que queremos que haya trabajo y vivienda para todo el mundo, pero detrás de las palabras se encuentra la indiferencia. Nos estancamos en el habla. Acusamos y culpamos a los que son pobres de su situación. Porque preferimos pensar que ellos se lo han buscado o que no existen o que ya habrá gente que los ayude, pero no es así. Personas que la sociedad ha abandonado, porque son minoría, que no tienen acceso a los servicios, que han perdido su identidad. Mientras, la sociedad progresa y los aparta, a los que se han quedado por el camino de progresar como los demás. Y hay quienes los discriminan, por raza, cultura, creencias... O simplemente por ser pobres. Porque la mayoría de las personas que son discriminadas por ser diferentes no son famosas, ni ricas ni afortunadas. En esta sociedad, no se fijan tanto en el color de la piel, si no más bien en el número de billetes. Pero para cambiar las injusticias hay que cambiar primero las mentes, algo difícil, pero no imposible. Así pues, cambiemos.