miércoles, 30 de octubre de 2013

Así, tan fácil, tan rápido. Como cuando te cuentan un cuento para dormir y antes de que acabe te quedas dormido. Como un amor de verano. Así es como pasa, como el agua del río que baja por las montañas. Tan fría, tan dulce. Como un veneno. Como un relámpago. Cuando no nos damos cuenta de a quién tenemos a nuestro lado, es cuando más rápido perdemos a esas personas. O al menos así de rápido te parece. Parece que nunca acabará, pero lo hará. Y dolerá. Tanto como si te clavaran una daga en el corazón, pero no murieras al instante, sino lentamente, sufriendo cada segundo como un minuto y cada minuto como una hora. Hasta que acaba. Y mueres. No creas que mueres y ya está, no. Vuelves a nacer, siendo otra persona, pero en el mismo cuerpo. Y cambias. No porque quieras: porque tienes que hacerlo. Porque sale solo. Porque aceptar que has muerto requiere cierto cambio que tú no controlas. Pero tienes que alegrarte de estar vivo, de estar aquí. Evitando pensar en lo mucho que extrañas a esa persona que ya no quiere decir nada más, que se ha callado o le han callado. Cierras los ojos y pides a Dios que la traiga de vuelta. Que vuelva. Pero sabes que no. Ya no tiene fuerzas para volver. Hay que dejarla marchar.